Borriquito


Se nos ha ido Peret por esos mundos de Dios, a garrotí, el Chico de la Cera.

Para quienes no lo conozcan, ha sido el rey de la rumba catalana, título honorífico que él cuestionó (no solo de honores vive el hombre…) Con su guitarra y su personal técnica «del ventilador» ha amenizado nuestros chiringuitos veraniegos, los de los años sesenta y setenta, pero también ha sido la banda sonora de la ciudad de Barcelona, esa que tiene poder, allá por el glorioso 92.

Gitano de pura cepa (aunque ahora dirían «de etnia gitana»…), nacido en el corazón del barrio chino barcelonés, en la calle de la Cera, ha representado el asentamiento de su pueblo, ya no tan nómada ni tan a salto de mata.

Vinieron los tiempos de los censos y recuentos: los gitanos se sacaban el documento de identificación, carné que les permitía solicitar ayudas y viviendas sociales. Sedentarización sin duda necesaria para unas gentes con los pies cansados, pueblo demasiado fértil como para pasar por alto su potencial votante (detalle importante).

Más tarde, convertido al catolicismo evangelista, guía y chamán de su tribu, ha sido coreado por los suyos, tan aficionados a las palmas. Peret también se dedicó a la pintura, de a ratos y sin complejos.

La rumba catalana, de quien se le atribuye la paternidad, se hace más popular y representativa que la sardana. Es la otra cara de la Cataluña dual, la más alegre y vital, la que nos gusta bailar a la primera de cambio.

Uno de sus mayores éxitos ha sido la canción de «Borriquito», en la que entonaba las vocales, desdramatizando una realidad en la que el analfabetismo, ese fantasma demasiado presente (todavía).

Su gente accedía entonces a escolarizar a su prole: los churumbeles aprendían a leer, a escribir, las cuatro reglas. Algunos se licenciaban en derecho o se matriculaban en ciencias sociales. Otros, por contra, se quedaban atrapados en las redes del narcotráfico; se pudrían en las cárceles por delitos contra la salud pública; morían enganchados a las drogas. Malos tiempos esos, la población probablemente diezmada…

Todos, sin embargo, escuchaban a Camarón, y luchaban por la superviviencia, entre trapos de mercadillo, cartones o chatarra; una burra amarrada en el campo baldío; una chabola con la luz enganchada pero primorosamente engalanada; el sueño de un piso, al fin, concedido en cualquier barriada y construido con aluminiosis, ¡qué importaba! Esa furgoneta sin ITV rotulada con «CRISTO VIVE», y pá lante, primo.

Tiempos de cambios, algunas familias de chamarileros monopolizaban los rastros, se hacían anticuarios. La raza medraba, ostentando una juventud garbosa, de genio y figura.

Borriquito, ese que no sabe ni la u, sigue presente aún hoy. Parece mentira pero todavía en España hay analfabetos, a pesar de las campañas. Censados, casi un millón, ahí es nada… Se habla de la llegada de inmigrantes, pero no son los únicos. Si añadimos el desconocimiento de las tres lenguas que coexisten con el castellano (gallego, vasco y catalán), al menos en su forma escrita, el panorama, sin ser desalentador, mucho se ha mejorado, tampoco es rosa..

No saber ni la «u», hoy, ya no es firmar con una cruz. El analfabetismo funcional sí que representa una lacra considerable, y no solo entre los escolares (siempre cabezas de turco de informes más o menos fiables). El no llegar a comprender lo que leemos ni saber expresarnos por escrito con cierta corrección vertebra ese baremo, y nos vuelve incapaces de funcionar con soltura en nuestro complicado entramado social.

Por si fuera poco, sale de la chistera virtual el analfabetismo digital, algo así como no saber ni hacer un clic con el dedo (aunque intelectualmente preparados). Trasnochada ya esa expresión de no saber hacer la «o» con un canuto…

Así que, señor Pere Pubill Calaf, alias Peret, siga entonándonos aquello de «Borriquito, como tú, tururú», que falta nos sigue haciendo, también a los payos.

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